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Wednesday, October 03, 2007
En exclusiva, presentamos un adelanto del libro "Bajo el puente", de la mexicana Rosario San Miguel. El 18 de octubre, a las 20 hs., Rosario presentará “Bajo el puente” en la Casa de Pepino (Fructuoso Rivera 287).




Callejón Sucre

La noche no progresa. Abro un libro y pretendo poblar las horas con situaciones ajenas que me lleven de la mano, con amabilidad, por las páginas de otras vidas. Fracaso. Parece que las horas se atascan entre estas paredes limpias y umbrías. Enciendo un cigarrillo, otro más; supongo que me toma de cinco a diez minutos consumir cada uno. A mi lado, en un estrecho sofá, una mujer se arrellana, deja de roncar unos segundos para retomar enseguida su sonora respiración.
Camino hacia la puerta de cristal y atisbo la calle vacía: sólo un gato la cruza de prisa, como si no quisiera alterar su paz. El anuncio del café de enfrente está apagado. Dos hombres apuran sus tazas mientras el mesero cabecea sobre la caja registradora. Seguramente espera a que terminen para apagar la luz y entrar en el sueño, esa región que desde hace días se me desvanece.
Regreso al sofá cuando la mujer ya invade mi lugar con sus piernas extendidas. Avanzo hasta un grupo de enfermeras que platican en voz baja y les pregunto la hora. Las tres y media. Cruzo la penumbra del pasillo para llegar al cuarto ciento seis. No tengo que buscar la plaquita que indica el número, sé con exactitud cuántos pasos separan el cuarto de Lucía de la sala de espera. Ella tampoco duerme; en cuanto advierte mi silueta bajo el dintel murmura que tiene calor, me pide algo de beber. Humedezco mi pañuelo con agua de la llave y le mojo apenas los labios. Dame agua, por favor. No escucho la súplica. Sé que sus ojos me siguen en la oscuridad del cuarto. Sé que permanece atenta al roce de mis pasos sobre las baldosas enceradas. Salgo del cuarto para no encontrarme con sus ojos verdes, para no verla convertida en un campo de batalla donde la enfermedad cobra terreno cada momento. Paso a un lado del sofá donde la mujer aún duerme y apago la lamparita que ilumina sus pies.
En la calle vacilo para tomar un rumbo. A unas cuantas cuadras los hoteles lujosos de la ciudad celebran la fiesta nocturna de fin de semana. Me dirijo sin convicción hacia la avenida Lincoln. Mujeres perfumadas pasean por las calles, me hacen imposible olvidar el olor de las sábanas hervidas que envuelven el amado cuerpo de Lucía.
Las sombras se diluyen bajo las marquesinas encendidas. En este sitio la noche no existe.
En el malecón tomo un taxi que me lleva al centro. El chofer quiere platicar pero yo no respondo a sus comentarios. No me interesa la historia del júnior que se niega a pagar ni las propinas en dólares que dejan los turistas. Tampoco quiero oír de crímenes ni mujeres. Recorremos la avenida Juárez colmada de bullicio, de vendedores de cigarrillos en las esquinas, de automóviles afuera de las discotecas, de trasnochadores. A ambos lados de la calle los anuncios luminosos se disputan la atención de los que deambulan en busca de un lugar donde consumir el tiempo. Yo me bajo en el Callejón Sucre, frente a la puerta del Monalisa.
Una mujer de ojos achinados baila desnuda sobre la pasarela que divide el salón en dos secciones. Un grupo de adolescentes celebra escandalosamente sus contorsiones. El resto de los desvelados echa los labios al frente para agotar la cerveza de las botellas. Descanso los codos sobre la barra y miro con atención a la de rasgos orientales. Una hermosa madeja de cabello oscuro le cae hasta la cintura, pero un repugnante lunar amplio y negruzco le mancha uno de los muslos. Mientras la oriental baila recuerdo a Lucía trepada en esa tarima. La veo danzar. Veo sus finos pies, sus tobillos esbeltos; pero también viene a mi memoria la enorme sutura que ahora le marca el vientre. Recuerdo las sondas, sueros y drenes que invaden su cuerpo.
Al fondo las cortinas mugrosas se abren: Rosaura sale a supervisar el establecimiento. Años atrás nos vimos por vez última, cuando Lucía y yo desertamos, cuando abandonamos a Rosaura y su mundo. Ella se acerca profiriendo exclamaciones de júbilo que me dejan indiferente. Desganado intercambio unas palabras con ella y descubro en su piel profundas arrugas que se acentúan, despiadadas, cada vez que suelta una carcajada. De la mesa más lejana la llaman y ella acude solícita. Procuro no perderla de vista a pesar de la poca luz y del humo que sofoca el ambiente. Limpio con una servilleta los vidrios empañados de mis anteojos y me dirijo también a la mesa. A medida que me acerco aumenta la certeza: en su rostro veo el mío. Cuando llego junto a ella trazo en la boca un gesto sarcástico.
--Andamos casi en los cincuenta, le digo. Antes de responder la matrona irrumpe con otra carcajada. ¿Y cómo van las cosas con la bella Lucía? Dile de mi parte que todavía le guardo su lugar. La vieja se levanta de la mesa, riendo. Sus palabras me caen como costales de arena sobre los hombros. Siento que el sudor me pega la ropa a la piel y salgo a la calle, donde el calor cede un poco. Mientras decido qué hacer, repaso con la mirada la fachada de los bares arracimados en la calle más sombría de la ciudad. Tengo la sensación de haber caído en una trampa. Nada vine a buscar, sin embargo encuentro la imagen oculta del antiguo animador de un cabaret de segunda. Para distraer el ánimo enciendo un cigarrillo que sólo consigue amargarme el aliento.
De regreso cada paso que doy hace más hondo el silencio. Las casas se tornan más oscuras. Detrás de las ventanas adivino los cuerpos cautivos del sueño. Los gatos me acechan desde las azoteas. Los árboles se juntan en una larga sombra, epidermis de la noche.

En su cama Lucía también sigue en vela. Salgo del cuarto y en la salita encuentro el sofá vacío. Entonces me tiendo a esperar que transcurra otra noche.

Ciudad Juárez, 1983
posted by L. @ 7:58 AM  
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